La Linea Azul


   En la república de las letras, el poeta ha ocupado de modo tradicional el mismo lugar que esos aristócratas ilustrados, como el conde de Mirabeau, en la Asamblea Nacional en la época de la Revolución Francesa: como defensores de la libertad desde el candor absoluto de su nobleza y haciendo del inconformismo, la rebeldía, el individualismo y el espíritu utópico, el santo y seña de toda transformación, sin detenerse en apreciar el trabajo de zapa realizado por ellos mismos contra sus propios privilegios. Por eso parece natural que los poetas insistan en aquel carácter total de la poesía como instancia para cambiar el estado de las cosas, instancia que puede arrastrar, paradójicamente, su propia eliminación, exilio o postergación: un Robespierre no dudó en exiliar al duque de Eighem o consentir la decapitación de Chénier; como asimismo Stalin no dudó en perseguir a Pasternak, Mandelstam o Maiakovski o Castro humillar a Padilla. Después de todo, al Poder no le gusta la disidencia de ningún tipo, sea de donde sea que provenga aunque haya facilitado su acceso en las candorosas etapas prerrevolucionarias. 
   En ese entendido, lo que escribe un poeta es un riesgo, por más que él haga creer que no lo es: en la escritura se cumple el plazo de la utopía y se disculpan las ingenuidades del caso. Pero bajo ninguna circunstancia se renuncia a esa cuota de veracidad que el poeta desea poseer como depositario algo arcaico y anacrónico de un saber, por decirlo así, previo a toda racionalización. 
   Soy de los que piensa que la relación entre poeta y lenguaje es básicamente amorosa, es decir, con plenitudes y desiertos en la anchura de toda experiencia, pero también amorosa, por cuanto hay una fidelidad respecto a su comprensión y especial entendimiento convirtiéndose en piel y carne en virtud de ese compromiso. Esa fidelidad, que adquiere rasgos de la más diversa índole, –a veces agresiva, otras cautelosa, otras juguetona– devela la vieja sapiencia del poeta respecto a las cosas, en este caso respecto a las palabras, sapiencia que hace referencia a una especie de autoconciencia en relación a ese saber ancestral y mítico y que, en otros términos, el poeta conoce: sabe de su fidelidad para dar cuenta del significado profundo de las palabras y se halla dispuesto a pesar de sí mismo, a responder no sólo imaginativamente, sino actitudinalmente frente al estímulo que implica ver a esas mismas palabras articuladas en discursos ajenos en los cuales él no ha tenido, en tanto creador, ingerencia inmediata, pues es sólo lector. Y en esa limitante –rara paradoja: quien quisiera ser creador u otorgar significado a las siempre mismas palabras que otros han convocado tanto o mejor que uno– es donde radica a mi entender uno de los motivos primordiales para entender la escritura de la prosa por parte de un poeta: una verdadera proyección casi sentimental que efectúa por puro amor o fidelidad (interés) hacia aquello que lo obsesiona y no puede poseer, escapándosele siempre de las manos. Puedo comprender a un poeta que odie la escritura de otro poeta por no sé qué raros motivos de envidia o impotencia o por una desazón moral ante el eterno infantilismo de la conducta de tantos autores. Pero me parece que en la prosa –ya crítica, memoriosa y/o ensayística– de un poeta, no hay lugar para el mal entendido, es decir, para la “mala fe”, para la odiosidad La línea azul de Ennio Moltedo 1 gratuita.    Es paradójico, dado que la prosa ha sido el receptáculo de la diatriba –salvo formas poéticas muy específicas, como la sátira de origen latino y poco cultivada en tanto forma, hoy por hoy– entre poetas y otros habitantes de la república de las letras desde tiempos inmemoriales. 
  Pero dejando a un lado los motivos, siempre recónditos y psicológicamente arcanos de la repulsa hecha prosa, lo que hay de cierto a mi parecer es el modo en que cada poeta, en ese correlato necesario que tiene de su propio vigor imaginativo y verbal, raíz y sentido, hace de la prosa su intensificación o aclaramiento y en algunos casos hasta el complemento ideal de su escritura en verso. La prosa de Moltedo pertenece menos a un repertorio anecdótico que a una auscultación memoriosa de los hechos. Apertura de una imaginación que se quiere viva, que no se resta de la peripecia y que otorga nombres, lugares y circunstancias, con una generosidad que no nos debiese sorprender. 
   La línea azul, libro póstumo, pero en ningún caso libro dejado a la deriva –el autor lo dejó listo para publicar antes de su fallecimiento– es una prueba de eso: un recorrido por esos instantes que van desde la infancia y la juventud hasta el desolado presente y que abren a nuestra comprensión la relación del poeta con las palabras, un retrato sacado en sepia de viejas amistades, pero también revalorización de calles, paseos y lugares a punto de quedar extintos, demolidos o abandonados. En general se ha rotulado a este tipo de prosa como “crónica”, es decir, como una constatación específica del devenir que encarna en palabras para aprehender lo huidizo de su propia manera. Deseo detenerme en esto un poco: puede hablarse en lo que va corrido del siglo y desde el pasado, ciertamente, de una “tradición” de crónica en Valparaíso-Viña como uno de sus más preclaros géneros, cultivado con persistencia y maestría por varios autores nacionales. Baste pensar en Joaquín Edwards Bello, Víctor Domingo Silva, Daniel de la Vega, Claudio Solar y más cerca de nosotros, temporalmente, pensar en Gustavo Boldrini, Luis Andrés Figueroa, Alvaro Bisama, Roberto Zamorano y Ernesto Guajardo. Debiésemos preguntarnos sobre la elección predominante de un género por parte de escritores circunscritos a ámbitos vitales, geográficos e imaginarios muy similares. Preguntarnos por cómo opera ahí, en lo aleatorio de tal elección, ciertos requerimientos formales y cierta prestancia verbal para configurar la experiencia en prosa, trasvasijarla, auscultarla y volver perentorio su regreso a un presente que se sabe escurridizo. La crónica como examen de la pequeña historia, recopilación de historias y crítica oblicua a la arrogancia de la Historia. La crónica como escritura de intersticios que se escabulle desde la memoria para hacernos actual un instante y registrar la fragilidad de todo discurso. 
   No deja de ser paradójico que ese género sea tan asiduamente cultivado en la costa, en Viña, en Valparaíso, paradoja por lo que significa entre nosotros, cargar con el lastre de la palabra “patrimonio” con toda la anquilosis mental, imaginativa que ello significa. Sin duda que “patrimonio” y las nociones varias derivadas de ese concepto, tales como “sensibilidad patrimonial”, “bien patrimonial” o “proyecto patrimonial”, poco o nada tiene que ver con el cultivo activo del retorno de la memoria a un ahora que se vuelve imperioso y cargado de necesidades sociales, culturales e históricas. Lo “patrimonial” como vaho funesto de encandilamiento de lo políticamente correcto, posee más que nada un talante monumental que deviene singularidad turística y, por ende, discursividad vacía en la estela de un capitalismo tardío que intenta inyectar algo de vida a una ciudad en ruinas como lo es el Gran Valparaíso. En el discurso patrimonial se advierte la instalación del lucro como capitalización de lo simbólico. 
   Y justamente me parece que la crónica como texto de lo menor, como texto de la experiencia derruida, como personificación de la frontera ribereña de la imaginación, es un género relevante en su cultivo persistente: la apertura de una herida por donde lo imaginario no puede ser cauterizado por la obscena hegemonía de lo “patrimonial”. 
   Sin duda, no existe un patrón común que pueda atribuírsele a cada una de las escrituras que abordan en la crónica, la constatación de la realidad que le toca vivir y asumir. Desde el vuelo lírico de la subjetividad engarzada en las flamantes fronteras de la individualidad, hasta la descripción razonada de lugares, circunstancias, hechos y paisajes que se encuentran en velocísima extinción, pasando por un repertorio de indistintas anécdotas desde las cuales es posible establecer diversas “historias personales” con las cuales justificar la pérdida o fragmentación de toda experiencia. En ese contexto lo escrito por Moltedo adquiere una personalidad propia y reconocible. Como un elegante flaneur, vemos a Moltedo deambular por una ciudad bicéfala ya inexistente: Viña del Mar y Valparaíso como almas gemelas de un solo cuerpo urbano, en la adocenada placidez de los años 60, en la angustia epocal de los años 70 y 80, en el desquicio y escepticismo de los 90, todo ello justo antes de la actual debacle que ha constituido a esas ciudades en fantasmas y errores urbanos y humanos desproporcionados. El gesto de Moltedo posee una amplia modulación: un poeta como él no solo evoca y recuerda espacios: también retrata a los ausentes, a los que la muerte arrebató y que gracias a el gesto de la escritura, perviven en un acento, en una pose, en una situación, una anécdota: Jorge Teillier, Roque Esteban Scarpa, Juan Luis Martínez, Hugo Zambelli… En ese ir y venir de la memoria, Moltedo dirime, aprecia, constata, asevera. Su tono y estilo nunca se rebajan al recuerdo sentimental: siempre atento a lo circundante, esta prosa está atenta en su lucidez a la captura de impresiones, descripción de situaciones y agudas intervenciones que hacen de la ironía su delgado y filoso arsenal de estilo. Hay también recurrencia por esos instantes de infinita concientización personal, donde las palabras van siendo aprehendidas, donde las lecturas van siendo gozadas, donde toda una cultura “escrita” es asumida. Y esa asunción posee un costo que no se reduce a la anécdota de infancia o juventud como cuando Moltedo relata las reprensiones familiares y posteriormente educativas respecto de sus manías lectoras o sus hábitos de escritor-lector incipiente. No, ese costo se va acrecentando con los años y adquiere un rostro que se desplaza de lo familiar a lo social, y aún a lo público. Sólo hay una cruel variación de intensidad entre las reprimendas familiares que se le hacen a Moltedo por leer y tentar la escritura y los desaires de violenta crueldad cuando las autoridades de la universidad donde trabajó más de 20 años, lo desconocen y se niegan por ese mismo y vulgar desconocimiento, patrocinar su candidatura al Premio Nacional de Literatura, cuando ya nuestro poeta es miembro de la Academia Chilena de la Lengua y un autor reconocido por fervorosos lectores. En ese arco se dibuja la relación que Moltedo tiene con las palabras, con la poesía y también con la imaginación que se niega a ser arrasada, como cuando evoca reuniones de la frágil sociabilidad literaria porteña, como cuando en su recuento de una ciudad fantasma, evoca las construcciones, calles y paseos que ya no están, haciendo un reporte de una arquitectura a esas alturas inexistente. Pero contra todo pronóstico, la escritura de Moltedo no se vuelve una sangría sentimental de lamentación: más bien acepta el desafío de esa violencia que habita en la configuración de lo público y le enrostra justamente aquello que éste desearía olvidar: nombres que son lanzas hirientes de presencia y que no pueden ser derruidas a pesar que sus referentes han sido destruidos. 
   Estaríamos tentados a considerar La línea azul de Moltedo como un libro de memorias, no sólo por la gesta biográfica que implica hacer un raconto de experiencias personales, sino más bien, por lo que significa hacer de esas mismas experiencias, no un idiolecto para una escritura privada, sino más bien, repertorio de reserva para lectores futuros. Ese gesto, sin duda, es político en el más amplio y noble sentido del término: como habitante de una polis que va siendo carcomida por crueles procesos de modernización, Moltedo es el poeta que trae a lugar las presencias humanas, arquitectónicas y sensibles de un espacio que respira y exhala herrumbre por todos sus intersticios. Hacer de eso palabra, imagen, 3 hacer de eso, consistencia en y por el lenguaje, es algo que sólo un poeta como Moltedo puede hacer. Y eso conlleva, sin duda a que sus crónicas estén a medio camino entre el recuerdo personal y el testimonio de una memoria asediada. En contra de la violencia de la Historia en su mudez convencional, Moltedo opone una subjetividad fragmentada, sugerente y siempre alerta, instándonos a no claudicar para ir en rescate de esos espacios de la vida que, a pesar de todo, aún nos pertenecen. 

Ismael Gavilán Quilpué, otoño de 2015

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