1. “Pero alguien, aislado, sin ser reproducido ni
aparecer en las pantallas, en silencio y con actos distintos... “ (Playa de Invierno, pág. 17).
La obra poética de Ennio Moltedo (Valparaíso, 1936)
publicada hasta el momento, comprende los siguientes títulos: Cuidadores
(1959), 31 págs.; Nunca (1962), 42 págs.; Concreto Azul (1967), 60 págs.; Mi
Tiempo (1980), 60 págs.; Playa de Invierno (1985), 63 págs.; Día a Día (1990),
88 págs; Regreso al Mar (1994), 105 págs; Las cuatro estaciones
(plaquette.1996), La Noche (1999), 60 págs.
Pese a que la mayoría de estos títulos han merecido en su
oportunidad algún galardón, las circunstancias y los tiempos no han permitido
siempre una aproximación crítica justa sobre la totalidad de una obra que
Moltedo construye entregado sólo a su oficio, sin concesiones a modas
literarias más o menos pasajeras ni a estridencias supuestamente innovadoras.
Por ello, tal vez, en este país de olvidos, se mantiene una deuda de
reconocimiento con este "hombre invisible" de la poesía chilena (como
en una oportunidad lo llamara Carlos León); invisible mientras no se quiera, o
pueda, volver a ver la indestructible y misteriosa conexión entre vida y
poesía, entre palabra y destino humano que alienta en su escritura.
En efecto, la palabra de Moltedo se distancia de la
altisonancia y del experimentalismo superficial para dar cuenta, en vez, de una
experiencia poética auténtica, a través de la configuración de un universo
trabado v coherente, animado por una personal comprensión de la existencia. De
modo que el conjunto de la producción de Moltedo se revela como una propuesta
en sucesión, una obra en marcha que se profundiza y enriquece con cada poema,
con cada libro, con cada giro, los cuales se corresponden y reflejan como las
piezas de un prisma. Sin duda que esta modalidad de la escritura de Moltedo
plantea una tarea compleja y extensa para el análisis detenido de su obra. Nos
limitaremos entonces en estas notas a señalar algunas posibles vías de acceso a
su universo poético.
Frente a otros poetas de su promoción, Moltedo se
singulariza por practicar un discurso de transparente y decantado lirismo que
termina paradójicamente por elegir la prosa poética como forma de expresión
Esta calidad lírica sustancial provee el trasfondo continuo sobre el que se
teje -adquiriendo peso y significación- la trayectoria de su obra en que las
diversas redes temáticas van organizando un mundo ordenado con la certidumbre
de una siempre redescubierta nostalgia. El itinerario creativo de Moltedo puede
concebirse, de manera muy sintetizada, como la inscripción de una espacialidad
cuyos extremos -entre los que discurre y se dilata, engendrando tal espacio- resultan
marcados por la melancolía y la meditación. El eje de este desarrollo, que
conduce de la melancolía a la meditación, lo constituyen los poemas centrales
de Concreto Azul, volumen que representa la madurez de la personalidad poética
de Moltedo y que delimita las etapas de su evolución.
2. Los hijos solitarios han elevado un mirador (Nunca.
Pág.17).
La primera instancia constitutiva del proceso creador de
Moltedo se sustancia en Cuidadores y Nunca, y está caracterizada expresivamente
por un predominio de poemas de mediana extensión que en el segundo libro se van
haciendo más extensos hasta alcanzar la línea y el ritmo de la prosa que se
afirma definitivamente en Concreto Azul. En Cuidadores se configura
temáticamente el tratamiento de la infancia entendida como un reducto de la
libertad y la plenitud -segregado del mundo de la realidad habitual, el mundo
'adulto'- en el cual se entrelazan indistintamente las situaciones y los
elementos legendarios de las lecturas de la infancia. El poeta se erige en
guardián de ese espacio, y su palabra cuidadora pone en escena el teatro de la
niñez que intenta recuperar nostálgicamente un tiempo regido por el deseo y la
fantasía sin limitaciones.
En Nunca, la temática de la infancia se ahonda al
investirla con la experiencia biográfica del enunciante, de modo que el texto
deviene crónica lírica-fragmentaria, sugerente, interiorizada de la historia
personal y su entorno inmediato. Se abandona así, paulatinamente, la referencia
a motivos y figuraciones legendarias. Nunca se endereza a configurar un mito
personal de la infancia, poetizando lugares (plazas, paseos, patios, bodegas,
estaciones, comedores, etc.), e insistiendo en la consideración de la infancia
como un espacio edénico, en el que los sujetos de los enunciados quieren
permanecer reteniéndose ante la existencia adulta.
El cielo de la infancia se corona con el surgimiento de
la figura femenina ("La joven", "la niña",
"Virginia", etc. cuya nubilidad idealizada focaliza las pulsiones
erotizantes del deseo. La coronación de la infancia es al mismo tiempo su
cumplimiento, su término. Cerrado el despliegue de esta configuración
discursiva, otros núcleos temáticos la relevan generando nuevos ámbitos
simbólicos que adquirirán un desarrollo posterior: la pasión amorosa, el mar y
el acto de escribir. Pero más que la complejidad o la originalidad temática, lo
que imprime un rango lírico puro y conmovedor a estos libros, es la levedad de
un canto en el que trasciende, más allá de la sensorialidad impresionista, una
impalpable pero sostenida emoción de misterio.
En Concreto Azul, volumen dividido en tres secciones
numeradas, se reelaboran los temas de la infancia, el mar y el amor, desde la
perspectiva de la meditación acerca de ellos, lo cual, a su vez, involucro la
reflexión sobre el propio quehacer poético. De este modo va ganando terreno una
modalidad de discurso que busca plantear con libertad y en forma incisiva,
cuestiones, dudas, angustias. La poesía de Moltedo adquiere en este libro un
dramatismo sorpresivo y hondo, que da cuenta del extrañamiento del sujeto (otro
aspecto de su radical marginalidad) mediante imprevistas interrogaciones y
frases sentenciosas suspendidas que segmentan el discurso y le imprimen un
ritmo acezante. El texto parece dialogar consigo mismo, diciéndose y
desdiciéndose, mostrándonos sus propios fantasmas. Este dialoguismo abre al
interior del poema un doble fondo, una suerte de escenificación del constante
propósito de mutua fecundación entre realidad y deseo que es patrimonio
compartido por toda la poesía moderna.
Desde esta perspectiva, la escritura de Moltedo alcanza
su expresión más ajustada en los poemas de la sección segunda de Concreto Azul
, muchos de los cuales manifiestan el propósito de reflexión sobre el quehacer
poético ya desde sus títulos: "Creación", "Objeto",
"Imagen", "Formas", "Mudos",
"Silencio". La sección se completa con la intercalación de poemas que
desarrollan el tema erótico-amoroso: "Amor", "Momento",
"Amores", "Muy dulce", "Eterna", "Ir".
En estos poemas, por una parte, la persona subjetiva es representada en el
discurso indistintamente por "yo" o por "nosotros", de modo
que la posición del sujeto es inestable, oscilando entre dos extremos: la radicalización
en la persona estricta, en cuyo caso siempre parece asociada a la figura del
contemplador distante y meditativo, o la amplificación del sujeto, anexándose a
una globalidad que puede valer en unas ocasiones por "yo + tú" y, en
otras, por "yo + lo otro". Por otra parte, la persona no subjetiva
(evidenciada en toda esta sección por "tú", o perceptible en las
desinencias verbales como segunda persona), resulta globalmente asociada a dos
marcos referenciales internos: la serie amorosa y la serie poética. De modo que
también "tú" resulta escindido y ambivalente. Inversamente, objeto
erótico y objeto poético se (con)funden en la medida que lo que se predica de
uno es predicado del otro. Ambas isotopías se entrecruzan y enmascaran
mutuamente; aunque el abundante predominio léxico de la isotopía
"poética", "escritural", ordena la lectura a una
comprensión del discurso autoconsciente que dice de sí mismo su adscripción
poética, reflexionando sobre el proceder de su génesis v concreción. El juego
de las relaciones que se establecen entre el sujeto y el objeto del deseo (aquí
te digo con palabras claras, con cubos negros, que te deseo, pág. 36) articula
un cierto hilo argumental dramático que organiza de manera subyacente la
concepción del hacer poético sustentada por Moltedo, conforme a los siguientes
nudos fundamentales:
- "Tú" ("ella"): la poesía entendida
como lo otro numinoso, lo "sagrado", transformadora del mundo
cotidiano; indiferente al lenguaje en que se manifieste y en gran medida
inefable (nunca sabremos descifrar estas mudas palabras. allá, en tu esfera,
entre nubes, esperando, pág. 40).
- "Yo", "nosotros": el sujeto
caracterizado por el ansia de acceder a un estado dichoso de comunión con el
"tú" (y es una gran dicha reencontrarla a trozos, completar el resto
de los años, pág. 44).
El encuentro se produce, o no, en conformidad a
posibilidades y limitaciones derivadas de la naturaleza propia de sus actores:
- La poesía soberana en su advenimiento (Sin llamarte,
sin grito claro viniste a mí, pág. 43).
- El sujeto (cuyo oficio escritural dispone y ensaya las
vías de tal acontecimiento) adoptando dos actitudes definitorias: Convocación
(tendrás que aprender mi lenguaje, pág. 31, Cualquier signo que te nombre, que
sea de los míos, pág. 33) y espera (espero traduciendo el ritmo de las ondas,
tu paso, pág.33, Y allí esperar diez segundos como quien no espera nada,
pág.35). A partir de estas actitudes, la escritura poética, la "ciencia
última" (pág. 39), se ejercita como una operación paciente que conduce al
poeta a instalarse en el límite, el borde del posible encuentro, asumiéndose
como pura disponibilidad. El trazo leve, la distancia, el enmudecimiento, la
inmovilidad, el reflejo, revelan la capacidad negativa de una escritura que se
construye reteniéndose, para dar lugar a la aparición:
Yo recepciono las ondas, vigilo cada acorde, te distingo.
Voy conformando aquí, sobre la mesa, los ingredientes de tu volumen y, sin
saberlo, tú cooperas, casi ordenas que otros te custodien, te reflejen, y das
aviso de tus actos, decisiones, y te pones suave cuando te exhibes para que
esta figura cada día se te parezca más. ("Creación", pág. 17).
El poeta ha experimentado esos momentos en que se produce
el fugaz advenimiento poético (Sin llamarte fue este encuentro e igual fue tu
huida, sin un grito, una palabra, pág. 43), por ello su nostalgia (Debo pulir
la nostalgia, colocar su volumen sobre el mar, pág. 36) y la aceptación de un
oficio destinado siempre al fracaso, en la medida que el encuentro se produce
sólo en su deshacerse:
Pero tú también conoces esta magia: llevar al campo,
donde se te pudo esperar un siglo, la marca rectilínea, la esencia de tácitas
huellas, la acumulación de visiones que el viento siempre ha barrido en el
mejor instante; y tú vienes a mi encuentro deshaciendo, con la preciosa mano,
lo único cierto: mi juego de amor. ("Muy dulce", pág. 42).
4. "El poeta, ante tanta urgencia, ante tanta urgencia..." (Mi tiempo. pág. 41 ).
Los poemas de Mi Tiempo y de Playa de Invierno
representan una nueva dirección en la evolución de la poesía de Moltedo que se
orienta decididamente a dar cuenta de la posibilidad o imposibilidad de la
existencia poética en la vida habitual. De este modo se abre un nuevo espacio
del poetizar moltediano: el teatro de la experiencia de lo cotidiano, por el
que el poeta deambula meditando sobre los parajes urbanos, los hábitos
ciudadanos, sorprendiendo en ellos lo inesperado, el equívoco, el envés, la
excepción. Este viaje hacia el reverso de las cosas y acontecimientos
cotidianos (que tiene sus raíces esbozadas en la sección tercera de Concreto
Azul) describe una trayectoria que, surgiendo del asombro gratificante que
ilumina el mundo y nos permite palpar el otro lado de la realidad, conducirá al
poeta a una posición de absoluta marginación (En la noche abro los ojos
espantado. Soy de otra raza, Mi Tiempo, pág. 57).
El comercio con lo otro termina en el propio
extrañamiento del sujeto urbano que anhela entonces una existencia plena entre
las materias elementales (el sol, el agua, la hierba) . Sin embargo esta
reintegración a lo elemental sólo es posible -y el poeta lo advierte como una
certeza definitiva- en la muerte. La presencia de la muerte, avizorada en el
paso del tiempo como cumplimiento y acabamiento, plantea el drama profundo del
hombre y sus límites, ante el cual, el sujeto permanece en suspenso
contemplándose con una fina ironía que tiñe la totalidad de su mirada:
A veces, con el camino ya trazado y la espera en el
proscenio, y abajo el público, la calle me parece de pronto una celda y las
flores -por allí- un homenaje a la muerte. Y comienzo a girar rápido en torno a
la plaza; oxigeno, peces me sorprenden y ya puedo ofrecerles mi tiempo. Mi
tiempo que se olvida y que me lleva hasta el mar. Mientras cae el telón, vuelvo
a sonreír. ("Ausente", Playa de Invierno, pág.32).
En Playa de Invierno, la poesía es una presencia
cotidiana, una aparición en el espacio del lenguaje y de la ciudad, como la
propia muerte una realidad misteriosamente presente entre los hombres, que el
poeta captura en la mise en scène del poema.
Definitivos fragmentos de una suerte de diario poético,
los textos de Moltedo revelan, en medio de tanta escritura realizada por
"propuestas", de tantas ingeniosidades carentes de genio, de tanta
pirueta improvisada v sucedáneo, que el trabajo del poeta es menos estridente,
más literalmente humilde si se quiere, y por eso más profundo y verdadero. Un
oficio que hace de los poetas -bien lo sabe Moltedo desde su primer libro-
doblemente "cuidadores": de las palabras y de la condición del hombre
en el mundo.
5. "Es tiempo de liquidar el tesoro, de abrir la caja y
volcar el contenido" ("Es tiempo". Día a día, pág).
Varias líneas temáticas, esbozadas en los libros
anteriores, se entrecruzan persistentemente en Día a Día, conduciendo al lector
en un recorrido íntimo por el Valparaíso de Moltedo y los tiempos que lo van
configurando en su diaria recurrencia. No son las grandes gestas públicas, ni
las solemnidades monumentales de los conglomerados humanos las que refieren
estos poemas. Situada en los márgenes del espectáculo ciudadano, su mirada
ilumina oblicuamente, como amaneceres y crepúsculos, espacios interiores, objetos
mínimos, bordes y desechos, vestigios y trazas de lo consumido descuidadamente
por la maquinaria urbana, otorgándole perfiles y sombras, dimensiones
inusuales, frotándolos contra el pedernal del lenguaje para hacerles arrojar su
fuego originario. Es el rito antiguo y renovado que oficia el poema y que
Moltedo despliega con pasión y cálculo en la madurez de su oficio. Sin
aspavientos ni pirotecnia verbal, Día a Día instala la evidencia de que hacer
bien un poema es algo muy distante de la retórica de quienes, oportunistamente,
se (mal) dicen poetas para correr tras el plato de lentejas del show business,
confiando en que engañarán a algún incauto. De la aventura y milagro de la
existencia poética, en cambio, son testimonio estos escritos "día a día".
Aventura de la más profunda libertad, suceso del habitar poéticamente como
confidencia Moltedo a propósito de Neruda y sobre sí mismo:
Pero un poeta perseguido me pareció un milagro
y decidí acompañarlo en la aventura.
Desde entonces domino cada rincón de cada selva
y mis batallas contra el poder las gano en el poema.
Sirviéndose de la anécdota de la persecución política de
Neruda y su clandestinidad en Valparaíso, el texto viene a sostener que la
condición contemporánea de la poesía es existir perseguida por los afanes y los
poderes del mundo y también por las claudicaciones humanas del propio poeta. En
esas circunstancias, perseguida, la palabra de Moltedo construye un discurso
que fustiga, desenmascara, gana batallas, reflexiona sobre la aplastante desmesura
del poder, no transige con los totalitarismos de ningún signo, ni las prebendas
o las viles ganancias que esclavizan y destruyen el planeta haciendo más
evidente la fragilidad de la existencia y la presencia de esa compañera de por
siempre que es la muerte. En el despliegue de su poesía, estos textos vienen a
decir sin ambages que el poema no se satisface en el solo placer estético, sino
que adquiere fuertes dimensiones éticas, inscribiéndose así en la tradición de
la más alta poesía en nuestra lengua, como la de Quevedo que tanto aprendió de
los latinos Marcial, Lucano, Séneca, Catulo, que también laten en los versos de
Moltedo. Esta poesía libertaria y crítica sabe también recoger la belleza
imperturbable de los mares libres, a pesar de las cloacas urbanas que los
invaden, de los contenedores que los ocultan, de las cajas de zapatos que los
surcan. El mar es tal vez uno de los símbolos más recurrentes en la poesía
moltediana, una suerte de doble del sujeto poético y al mismo tiempo figura de
la más absoluta otredad, refugio de la libertad y espacio abierto de lo
maravilloso, presencia de lo inalterable e insondable. Ciudad y mar, artificio
y naturaleza, uno frente a otro, hacen que la existencia "día a día"
del litoral de Valparaíso sea una continua dialéctica de negaciones y
cercanías. La ciudad de los hombres en su afán mercantil ha ocultado el mar,
pero éste siempre es recuperado por la mirada del poeta que percibe en todas
sus manifestaciones, sus olas, los pájaros marinos, los roqueríos, el ritmo de
las mareas, los peces, etc., los signos de un lenguaje secreto que habla de las
realidades esenciales del hombre. Así, por ejemplo, la sucinta observación de
un velero en la bahía motiva una reflexión, no exenta de ironía, sobre el
destino humano y el instante inadvertido en que existe el poema
Velero.
¿Para qué, para quiénes?
No obstante, una vez más,
para olvidarlo;
última ocasión para ver sobre el mar un
pétalo o un insecto sin carga ni destino
-sin razón- que emula a la gaviota y
arranca exclamaciones cuando va sostenido
por el aire, como todo lo exiguo e inútil que
impresiona por el campo en que se mueve
cuando ya es tiempo de tocarlo con el dedo
y que se hunda.
Lo que aparentemente es casi la simple descripción
(Beschreiben) de una experiencia habitual en las tardes estivales de quienes
habitan los parajes del litoral, viene a constituir una intensa alegoría de la
poesía y la vida, percibidas en la duración del instante, en su fragilidad y
belleza, en su gratuidad y gracilidad, que desafían toda la racionalidad
finalista ("¿Para qué, para quién?") del provecho, los intereses y
las utilidades ("sin carga ni destino sin razón-"), afirmando, en
cambio, la absoluta y arriesgada libertad de existir en ese instante "sostenido
por el aire".
A mi juicio este texto encierra una ética y una poética
que sustancia el quehacer poético de Moltedo. Poesía y vida encuentran su
imagen más ajustada en este "pétalo" de mar, frágil, "exiguo e
inútil", destinado al olvido, existiendo precariamente basta un dedo para
hundirlo- en la suspensión. A lo largo de toda su obra, Moltedo revela una
vocación de márgenes y periferias, una escritura de los límites, en la cual las
imágenes del litoral (la playa, el puerto, la costanera, la orilla, etc.), el
espacio donde se deshacen juntos la tierra y el mar, va erigiéndose en el
símbolo axial y definitivo que remite tanto a la experiencia poética (mar =
página en blanco) como a la humana (mar = muerte-vida) de la existencia,
comprendida como la emergencia que nace del fondo continuo del
desaparecimiento. (Este es el final de la costa: donde el faro apunta y se
desprende. Playa de Invierno, pág 63).
6. "Permitió que una ciudad soñada entrara en la ciudad" ("Regalaron". Regreso al Mar, pág. 91).
Es sabido que la descripción poética, apartándose del
objeto "real" a través de diversos mecanismos (ampliación,
ralentización, negación, metaforización, fragmentarismo, etc.) se orienta a
transformar el objeto original en una realidad solamente lingüística, un objeto
poético. No obstante, el objeto poético descrito arrastra rasgos concisos y
fragmentarios del objeto original, que permiten al lector ingresar en la
situación comunicativa. En el caso de Moltedo al igual que en gran parte de la
poesía de la modernidad- ese objeto está configurado por la realidad urbana, la
ciudad (Valparaíso, específicamente) sobre la que recae su mirada de paseante,
de observador extraño que viene de lejos a descubrir una ciudad en la que vive.
Su ojo abierto, su oído atento, buscan en medio de la multitud ciudadana otra
cosa que esa misma multitud no percibe. El poeta, en tanto paseante urbano
bien lo sabía Baudelaire- se siente atraído por esas construcciones ciudadanas
que tienen por objeto el empleo colectivo: las grandes tiendas, las estaciones,
los edificios públicos, los muelles, los paseos urbanos, etc. que han supuesto
la aparición de las grandes masas en la escena de la historia. Estos espacios
citadinos, matizados por las peculiaridades geográficas de Valparaíso conforman
un inmenso escenario por donde deambula el sujeto tematizado en los poemas,
reflexionando sobre los paisajes urbanos, sorprendiendo en ellos lo inesperado,
lo equívoco, el revés de su trama, e incorporándolos a su propia existencia
que, a su vez, se proyecta sobre el mundo para absorberlo, cargada con su
deseo, su memoria y sus pasiones marcados por el tiempo y la historia.
En la escritura de Moltedo, este deambular que va
revelando el reverso de la realidad apariencial, de la realidad
"oficial" de la ciudad, conduce al sujeto poético a una posición de
marginación absoluta, a reconocerse como de otra raza. Extrañamiento que podría
ser superado al reintegrarse el sujeto con las materias elementales, lo que no
pasa de ser una ilusión, pues tal reintegración sólo se cumple auténticamente
en la muerte ("el regreso al mar"). Entretanto, este veedor de la
ciudad, parece obligado a la distancia en medio de la multitud, a la crítica
mordaz, pero también a la palabra consoladora y asombrada que descubre oblicuamente
otra dimensión de la realidad urbana del litoral de Valparaíso. Así en el poema
que lleva por título precisamente "Valparaíso", incluido en la
plaquette Las cuatro estaciones:
Valparaíso
La estación Puerto Berlín- bajo
bombardeo. Murallas agrietadas
-albergaron grandes dirigibles- y
terminal donde la espera juega ajedrez
y un resto de olas tiñe un zócalo vacío
junto al mar.
Después del ataque sólo sueño entre
latas y basuras a pesar del niquelado
continuo de la Bauhaus que todavía
lanza sus recuerdos por el ojo
entrecerrado de buey.
Judíos y bolsos y la solución final
arriban del interior -creen ver el mar-
y sus sombras desfilan a la par de los
vagones de carga y van camino de la
lluvia creen sentir el viento-
flanqueadas por los últimos testigos:
restos, chapas, manillas arrancadas y el piso deja
entrever la red de
alambres y un panel de piedras
relucientes por el paso de las botas
de la muerte, hoy.
Como puede observarse, en el poema se hace referencia a
espacios y tiempos diversos que se entrecruzan indistintamente, lo que obliga
al innominado sujeto poético a resituarse dentro de un espacio cuyos referentes
son productos de la historia y la cultura alemana del siglo XX (la guerra del
39 al 45, la "Endlösung" y el movimiento arquitectónico de la
Bauhaus) que operan en el imaginario colectivo alimentado, en nuestro medio,
principalmente por imágenes provenientes de filmes, documentales y lecturas.
Junto a ello comparecen datos referenciales locales del espacio y el tiempo (la
Estación Puerto, hoy) que dan cuenta de un presente observado con minucioso
interés por ciertos detalles casi fotográficos. Ampliación de la descripción
que hace conciencia de lo abandonado, lo marginado, lo derruído del edificio y
que sume al sujeto en un estado de profundo desasosiego concretado en el
distanciamiento del desdoblamiento y la reduplicación. Los pasajeros actuales
del tren que arriba del interior son duplicados de los judíos víctimas de la
solución final, en realidad parece tratarse entidades desdobladas
(pasajeros-judíos) y lo mismo ocurre con la estación y Berlín. La ambigüedad
del término "sueño" (en la línea 7), que puede actualizarse como
sustantivo o como presente del verbo, permite (si se lee en este último
sentido) introducir la figura del sujeto observador tematizado en el texto y su
mirada metaforizada por el ojo de buey entrecerrado que observa la derelicta
edificación al mismo tiempo que recuerda la Bauhaus y la perfecta limpieza de
sus soluciones constructivas. En el juego de tiempos y espacios, de imágenes
evocadas y objetos actuales se entretejen el sueño y la muerte, el
escalofriante final de un presente manifestado con amargura y feroz ironía.
Esta mirada que desnuda despiadadamente la realidad se asumirá como pasión
crítica en los acerbos textos de La Noche.
7 "... el viento sabio y el viento negro de la noche" (La Noche, pág. 53).
En efecto, la escritura de La Noche es una pasión. Una
pasión que intuye que no todo en el hombre es voluntad de dominio, de palabras
de enseñoramiento que destruyen al otro, al disidente; una pasión que critica
al insomne monólogo del poder y se enerva contra sus feroces aristas; una
pasión por esa intensidad de lo humano que ha denominado a veces su libertad o
su espíritu. Sin esa misma pasión es imposible acercarse a estas páginas,
Exasperados por un poco de luz nos sumergimos en esta agua oscura de la noche
con el vértigo que produce el desciframiento de unos signos ambivalentes que
dicen y no dicen, que hablan y callan a la vez.
Los textos de La Noche se sustentan en una poética de la
pérdida, del autoexilio en la escritura, o en los espacios por ella fundados.
Espacios mínimos, lugares de distanciamiento, bordes litorales en los que se
sostiene el discurso amenazado por la gran explosión central de la nocturnidad
que amenaza cubrirlo todo ("En Chile la noche es eterna", pág. 19).
Esa presencia ominosa de la noche es dicha desde el
regate, la finta, el propio modo de andar de un sujeto sin sujeción estable, un
sujeto situacional, "re-situado", magullado e iracundo, consolador y
mordaz, que emplea registros, tonos, voces y procedimientos múltiples:
aforismos, giros coloquiales, muletillas, frases despojadas de sus habitualidad,
restos de discurso de la ley y del poder, ironías, sarcasmos, diatribas,
estrategias discursivas cercanas al relato suspendido, frases de sintaxis
quebrada, etc., con los que se articulan peculiares monólogos en que se hunden
y rescatan ritmos y saberes, imágenes y experiencias, palabras balbuceantes,
cargadas de sus propias dudas, palabras certeras y afiladas, indudables, a
través de las cuales este poema fragmentario (si bien el libro contiene 113
textos autónomos, me parece que se trata de un solo extenso poema dispuesto en
fragmentos) se encara a la actualidad de nuestra existencia, en estos tiempos
de exangüe transitoriedad o permanente transición de la historia hasta el fin
de la historia sin fin.
En este libro, la poesía de Moltedo se va adentrando en
un territorio de zozobras, donde las anteriores búsquedas esenciales ceden su
lugar a la reconstrucción de la experiencia, la experiencia de los marginados
urbanos, la experiencia de los borrones y los horrores del poder, del
amordazamiento y el embrutecimiento, del despojo y las apariencias, del velo de
consenso extendido arteramente sobre todas las concesiones. En este libro, la
poesía, burlando el difícil estrecho de la crítica de compromiso, del desaforo
expresivo de la sensibilidad, de las refutaciones, de los cucuruchos de papel,
es capaz de encontrar su centro en la inmediatez de la situación sin descansar
de su auténtica misión: Verdad práctica, enunciando como enseñara el
Lautreamont de las Poesías- "las relaciones que existen entre los primeros
principios y las verdades secundarias de la vida. La misión de la poesía es
difícil". En este des-cubrimiento, desnudamiento, de la autoridad sin ley,
de la legalidad incluso sin ley, el espacio circundante (no importa qué lugar o
tiempo, porque la noche ocurre en Florencia, o en el 39, o por doquier), es el
espacio donde el otro, el otro de carne y hueso, el débil, el arrinconado, el
vejado, el consumido. el desaparecido, tiene un lugar protagónico, con el
dolor, la rabia, el despecho, el candor, el desconcierto. El malestar físico y
psíquico de quien habla en La Noche es también el mal que anida en los
desventurados, en los olvidados del paraíso que somos de alguna manera todos
los hombres.
La escritura de La Noche es pura y dura transgresión de
esa oscuridad donde no hay estrellas, ni siquiera las del recuerdo (como dice
H. Crane), donde no hay referencias fijas ni seguras para navegar el océano
inacabable que se extiende como una mancha infinita. Pero como transgresión,
esta escritura, este ojo de la noche, también se sabe atada irreparablemente a
lo que denuncia y de lo que se distancia. (En vez de tanto ojo en blanco y
pucheros morales hoy, en tiempos de paz ¿por qué no pronunciaste una sola
palabra en tiempos de muerte, mierda? Pág.46). La escritura transgresora -y me
apropio aquí de la idea de Foucault- es algo así:
"como el relámpago en medio de la noche que, el
fondo del tiempo, le da un ser denso y negro a lo que ella niega, lo ilumina
desde el interior y de arriba abajo, pero a esa oscuridad le debe sin embargo
su viva claridad, su singularidad desgarrada y dirigida que se pierde en ese
espacio que la noche firma con su soberanía, y calla al fin, habiendo dado un
nombre a lo oscuro."1
Es relámpago entonces lo que nos nombra, lo que nos descubre,
lo que nos desnuda. Escritura, relámpago negro sobre el fondo de la noche que
sobrevive a su instante para que el hombre, de tantos lugares expulsado, no sea
también expulsado de la poesía y la palabra. La Noche de Moltedo toma el relevo
en la resistencia a esa expulsión, oficiando una feroz ceremonia de exorcismo,
al término de la cual esperanzadoramente la noche del mundo dará paso a la
orilla azul del mar.
Los esperamos en la orilla azul. Vengan de todos los
rincones. Vengan traperos, santeros, gitanas, mendicantes, cuenteros,
promocionantes, mandaderos, vergonzantes, pedigüeños, etc.
El mar los desnuda y se lleva la mugre (pág.59).
Adolfo De Nordenflycht Bresky - Universidad Católica de Valparaíso, Chile
Adolfo De Nordenflycht Bresky - Universidad Católica de Valparaíso, Chile
El príncipe de la Tierra Abolida
Ismael Gavilán
Es enero o febrero de 1989. Pasar el verano en una pequeña ciudad de provincia como Villa Alemana es fastidioso: sin planes a dónde ir, encabritado con parientes obtusos, odiando la playa y el calor y tolerando a regañadientes muchas ausencias, me dispongo en el cuarto de arriba, en el cuarto abandonado del segundo piso, a leer sobre un camastro destartalado mi provisión de lecturas pendientes. Tal vez Crimen y castigo de Dostoievski, quizás Werther de Goethe. A los 16 años es lo que hay. Pero la densidad psicologica de Raskolnikov y el vértigo melancólico de Werther no pueden contra el calor que no mengua. Bajo a mi cuarto y en el anaquel que papá me ha regalado, veo amontonados en un rincón una pila de libros que una prima ha dejado en casa y que nunca volvió a buscar. Está casi entera la colección del Club de Lectores de Editorial Andrés Bello. Repaso los lomos y leo:Salambó de Flaubert, Llampo de sangre de Castro, El socio de Prieto, Taras Bulba de Gogol, El proceso de Kafka, Misericordia de Pérez Galdós…no me convencen o los hojeo a la rápida. Entre ellos, de pronto,
Encuentros
Invierno de 1992 o 1993. Estudio Letras en la Católica de Valparaíso. El edificio ruega a gritos ser demolido: es horrendo en su grisácea estructura. Llueve. Algunos compañeros se refugian en el casino, otros en la biblioteca, algunos, como yo, en las oscuras escaleras del décimo piso. Hacer que el tiempo pase, con rapidez, entre clase y clase o esperando la hora para huir a casa. Tal vez hojear un libro para la lección siguiente o preparar algún apunte para el ensayo por escribir. Mojado hasta los huesos y con el pantalón gris bastante sucio, la paciencia es una virtud deseable. La monotonía es interrumpida de vez en cuando por el ascensor que se abre una y otra vez: profesores, auxiliares, alumnos, una fauna conocida y predecible. De pronto, una efigie adusta y alargada emerge de la profundidad del ascensor. Levemente encorvado, es un hombre muy canoso, con una nariz prominente, con unos lentes gruesos que delatan una miopía sin posibilidad de retroceso, con unos brazos largos ceñidos a la espalda con cierta torpeza encantadora y que avanza sin prisa por la estrechez del décimo piso. De esa figura, no me sorprende su indumentaria –abrigo/impermeable azul marino, pantalón beige- más bien me sorprende el vistoso pañuelo de seda en su cuello, un signo de elegancia y provocación que contrasta conmigo y con el horripilante lugar donde estamos. Un colorido destello que anima la torpe película muda en blanco y negro que hace del Edificio Gimpert un escenario fastidioso. La figura camina sin apuro hacia la única puerta que permanece cerrada en todo el piso. En un ademán sigiloso, la abre y se adentra a un espacio que desconozco. Quiero pensar que ahí, ese hombre tiene un ventanal con balcón incluido que le permite contemplar toda la bahía y que su trabajo es sólo constatar la belleza del mar en invierno.
En la esquina de Avenida Brasil con 12 de Febrero, a los pies de esa mole carente de gusto que es el Edificio Gimpert, está la librería “Universidad”. De tarde en cuando, hay ventas de saldos y rebajas muy atractivas, sobre todo para un estudiante de letras. Ahí recuerdo el 95 o el 96 haber adquirido una antología de Rosamel del Valle publicada por Monte Avila como también Arte y poesía de Heidegger publicado por el Fondo de Cultura Económica. También recuerdo haber adquirido una voluminosa antología de Juan Ramón Jiménez publicada por Planeta. Es una librería muy chiquita, dedicada sobre todo a la venta de útiles escolares y de oficina. Los libros no son lo más importante, pero entre sus anaqueles es posible encontrar un refugio para hojearlos en silencio por un buen rato sin que nadie moleste. A veces me topo, muy callado, con Moltedo. Está revisando cuidadosamente anaquel por anaquel. A veces inclina la cabeza y creo entrever que sus labios deletrean un título. A veces se saca esos pesados y gigantescos lentes de miope y acerca un libro a su rostro de modo gracioso. A veces queda contemplando una portada e intuyo que está desmontando en su imaginación las virtudes y los errores de la edición. No en vano sé, junto a otros amigos y compañeros de universidad, que trabaja en Ediciones Universitarias de Valparaíso y que simultáneamente a ser poeta, posee un ojo notable como editor. Saber de la disposición de las letras en la página, de la textura del papel, de los moldes de cada letra y su pertinencia en tal o cual edición…un saber que se me muestra como parte del esoterismo del que él, como efigie, forma parte. Me avergüenzo de mirar cómo mira los libros. Dirijo mi atención a mis propios asuntos y sólo siento sus palabras al pasar cerca mío. “Permiso”, dice, esperando que me aparte para él pasar e ir a la caja a pagar por el libro que lleva. Con su andar lento y ceremonioso, el elegante canoso abandona la librería.
*
Estoy en Plaza O`Higgins al lado del Congreso esperando a alguien. Es primavera de 1997. La idea es tomar algo fresco en el Bavestrello, quizás un helado o un jugo de fruta. Nada del otro mundo. Mi acompañante se ríe de mis gustos. Es preferible una cerveza en Bellavista o el Barrio Puerto. Pero le digo que prefiero eso para las andanzas nocturnas. Conciliamos nuestra diferencia decidiendo tomar un licor helado. Me parece una buena salida. En el Bavestrello, el mundo se ha detenido. Es otra época. Nada suntuoso eso sí, muy sencillo todo, pero con esa atmósfera que hace la cotidianidad mucho más llevadera. Un lugar para pasar, conversar, beber algo y estar toda la tarde leyendo el diario o un libro, jugar dominó, esperar a alguien o simplemente con un café y un puñado de galletas o bizcochos dejar que el tiempo pase. Un lugar como salido de un relato de Stefan Zweig o del diario de Robert Musil. Al entrar, con mi amigo nos sentamos en una de las mesas que dan hacia el ventanal frente a la plaza. Nos imbuimos en nuestros asuntos. De pronto, distraídos por unas sonoras carcajadas me dice, “mira, el poeta Moltedo, al fondo, con Allan Browne” Es cierto. Y lo primero que advierto es el colorido pañuelo que resalta el terno blanco del poeta. No distingo lo que hablan. Mi amigo tampoco. Pero se ven animados. No gesticulan –son de ademanes reservados-, pero se nota que su locuacidad es más expresiva que la mirada adusta que creo ver siempre en Moltedo. No distingo al soñador, ni al ensimismado. Veo a un conversador que cada cierto tiempo, mueve la cabeza, asiente otras y sonríe de buena gana. El canoso elegante de vez en cuando levanta el brazo y la niña que atiende le lleva un café. Ella se aleja sonriendo “Son unos viejos pícaros”, dice mi amigo. “Puede ser”, digo para mis adentros. La tarde avanza. Hacia el final vemos a Marcelo Novoa llegando a su mesa. “Tal vez trabajan en la edición de un nuevo libro” dice mi amigo. “Es probable”, respondo. “En todo caso - replica mi acompañante-, a mí me gustaría trabajar así”. “Sin duda”, le digo. Al final del día, en la micro, camino a casa, pienso en eso. ¿Cómo trabaja un poeta? A mi mente regresa el poemaExperiencia.
Pasan los años. De pronto es 1998. Y en un abrir y cerrar de ojos es 2001. Y sin darme cuenta ya es 2003 o 2004 En mis andares cotidianos en Viña y Valparaíso, Moltedo se vuelve habitual: lo encuentro a la salida de librería Orellana en calle Esmeralda, cerca de plaza Aníbal Pinto. O distraído mirando las fachadas del viejo edificio Turri mientras bajo del ascensor que está cruzando la calle. O desde un trole yendo hacia Bellavista, lo observo mientras se dirige a la Sala Rubén Darío de la Universidad de Valparaíso. Su caminar cancino es inequívoco. También sus largos brazos que lleva a la espalda o que en un vaivén zigzagueante dibujan un ritmo espasmódico como el de las alas de un alcatraz en la arena. Una especie de flaneur a pesar suyo cuya mirada se pierde entre la gente que, apresurada, colma las estrechas callejuelas del puerto a esa hora incómoda del mediodía o el atardecer. En otras ocasiones, en el metro urbano, se distingue nítido en esa aglomeración que se vuelve insoportable. Lo veo desde un rincón del carro, apretujado, sereno y con su vestón beige o su corbata celeste, sin contar esas innumerables veces que su pañuelo de seda se convierte en el único estandarte diferenciador entre el gentío, restregándose los ojos con sus dedos enormes, mientras hace un pequeño malabar para sostener sus gruesos lentes. A veces, cerca del Castillo Wolf camino a Viña del Mar, lo diviso desde el autobús, mirando el mar. Su sola presencia se vuelve cotidiana y marca otro ritmo. Un ritmo ajeno a las velocidades de la ciudad, un ritmo ajeno a las tribulaciones del día a día.: como si su ir y venir fueran un rito sencillo, casi opaco, pero singular, marcando un tiempo que ya se ha ido y donde las distancias podían aún cubrirse a pie.
Conversaciones
En todos esos años, nunca hablé con Moltedo. A pesar que paulatinamente mi círculo de amistades y conocidos comenzó a ensancharse y rozar el suyo, una mezcla de timidez e inseguridad postergaba el encuentro. Los poetas Luis Andrés Figueroa, Marcelo Novoa y Sergio Madrid, en una u otra ocasión llevaron nuestras conversaciones hacia ese territorio que nunca pude o quise explorar. Cuando a fines de los años 90 me hice cada vez más asiduo y familiar de la comunidad que rodeaba librería “Altazor” de Viña del Mar, el asunto se volvió inminente. El editor Patricio González había publicado su último libro La noche en 1999 y era habitual ver a Moltedo conversando en la librería con Pamela, la hija de Patricio, con su hermano Marcelo, o con Patricio mismo. Fuera invierno con una lluvia descomunal o verano con un sol atosigante, la tertulia informal era generosa. Tertulia que se arrastraba desde los años 80 y que había tenido entre sus protagonistas a poetas como Juan Luis Martínez, Rubén Jacob, Enrique Lihn o Virgilio Rodríguez entre muchos otros. En el cambio de siglo, la gente asidua a Altazor se renovaba: fuera Luis Figueroa o Marcelo Pellegrini en sus retornos anuales desde Estados Unidos o Sergio Holas desde Australia, la charla se iba remozando con Eduardo Jeria, Gonzalo Gálvez, Bruno Cuneo, Jorge Polanco, Rómulo Hidalgo, Mariela Trujillo, Carolina Lorca y varios/as más. A veces hacían su aparición inesperada y fugaz Alfredo Jocelyn Holt, Elvira Hernández, Juan Cameron o Pedro Lastra. En medio de ese mar humano, con una reserva amabilísima, en más de una oportunidad vi a Moltedo intercambiar impresiones con alguno de ellos o con otros. Al final, salvo contadas excepciones, todo encuentro desembocaba tomando algo en el viejo Café Samoiedo o si era viernes o sábado, degustando algunas pastas en la trotaría Panzzoni en pleno corazón del Paseo Cousiño.
Fue recién en 2005 cuando con Moltedo intercambiamos algunas palabras. Recuerdo que era comentario entre la gente asidua a Altazor, el trabajo de galeradas que estaba haciendo el poeta para la edición que se preparaba de su poesía reunida, gestión de Claudio Gaete y Guillermo Rivera. Sea como fuera, un día viernes o sábado por la tarde, casi al cierre, como era habitual, pasé a dar una vuelta a la librería, quizás me encontraba con algún conocido y podíamos programar un panorama para esa noche. Como era su costumbre, Moltedo revisaba los anaqueles en una librería desierta. Nos saludamos con una cortesía protocolar y Marcelo, el encargado del local, apenas lo saludo me dice: “Mira, debo ir de una carrerita a la oficina de Pato a dejar un asunto, así que les pido a ambos que le den un vistazo a la librería. No me demoro nada” Y antes que Moltedo o yo dijéramos nada, Marcelo ya había salido. No recuerdo ahora qué le dije a Moltedo, pero él algo mencionó de una oportunidad para inventar un mito superior al de Juan Luis Martínez y llevarnos en “préstamo permanente” algunos libros. Nos reímos de la ocurrencia y así estuvimos un rato conversando de esas cosas que son típicas entre dos desconocidos que se ubican: amigos comunes. La pausada conversación de Moltedo no hacía hincapié en temas literarios, menos en su propia obra o en su publicación inminente. Cálculo o casualidad, eso me alivió mucho: en mi torpeza no quería caer en la fácil lisonja o en la frialdad académica. Sin ser inquisitiva, su mirada dejaba que uno se explayara, pero tampoco cobraba protagonismo y menos indicaba lo “correcto” o “incorrecto” de las cosas, situaciones o personas. Su cortesía, en su sobriedad, no incomodaba. Aún más, algo que luego me pareció recurrente: cierto tono adusto en sus gestos, hasta en su sonrisa. Tal vez debido al ancestro latino por el lado de la reserva y no de la manera hiperbólica que a veces se convierte en prejuicio en tanto descendiente de italiano. Desde aquella primera conversación –ni breve, ni demasiado extensa, menos profunda o trascendental, pero plagada de cotidianidad- me imaginé que conversar con Moltedo podría haber sido como conversar con Eugenio Montale. Luego sabría que era uno de sus poetas predilectos.
A raíz de la publicación de su poesía reunida a fines de 2005 y por el trabajo que me embargó como editor junto con Gonzalo Gálvez en la revista Antítesis durante 2006, puedo decir, modestia aparte, que ayudé a contribuir en la organización de dos actos que hicieron circular la poesía de Moltedo entre los más jóvenes: la lectura y homenaje que tomó como pretexto la presentación del primer número deAntítesis en 2006 en la sala Obra Gruesa de la Universidad Católica de Valparaíso y la sesión dedicada en exclusiva a él y su poesía en el Seminario de Reflexión Poética de La Sebastiana hacia fines del mismo año. No deja de ser interesante cómo la poesía de Moltedo ha ido creando a través del tiempo sus propios círculos de lectores. Ni masivos, ni populares en el sentido banal del término, sino más bien, escogidos y en sordina. No es una poesía que se impone, para nada: es una poesía que se instala en uno como lector y va, paso a paso, conquistando sus expectativas. Entre sus pares generacionales – Hugo Zambelli, Sara Vial, Jorge Teillier, Miguel Arteche, Martín Cerda, Alfonso Calderón,- Moltedo fue leído y admirado, cuando esas palabras no eran aún sinónimo de exposición o farándula. Luego, con cada década, vendrían más y más lectores: Juan Cameron, A. Bresky, Juan Luis Martínez entre los 60 y los 70; Marcelo Novoa, Sergio Holas, Patricio González, Luis Figueroa entre los 70 y los 80; Sergio Madrid, Catalina Lafert, Guillermo Rivera, Marcelo Pellegrini, Sergio Muñoz, Jorge Polanco, yo mismo, entre fines de los 80 y durante los 90. Iniciando el siglo, a partir de 2000, Gonzalo Gálvez, Karen Toro, Eduardo Jeria, Mariela Trujillo, Rodrigo Arroyo, Claudio Gaete. Esos círculos siguen en plena expansión. Ni la misma muerte física de Moltedo un gris día de agosto de 2012 puede evitarlo. La resonancia del mar, en su amplitud y belleza, sigue emergiendo en sus palabras. Y mientras éstas vayan en el vaivén de las olas de la imaginación, captando la atención serena de cualquiera que desee oír, esta poesía siempre tendrá lectores.





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