Parquecitos de la
memoria:
diez años de narrativa chilena
diez años de narrativa chilena
Lorena Amaro
Entre 2004 y 2014, «nuestra narrativa no se ha convertido
en un cementerio».
Si tuviera que consignar en un almanaque solo los grandes
sucesos de la narrativa chilena, me encontraría, quizás, con apenas un
acontecimiento en el 2004, una obra extraordinaria, tanto por su ambición como
por tratarse de un proyecto dramáticamente inconcluso: 2666, la novela póstuma de Roberto
Bolaño, fallecido en 2003. Y si fuese muy estricta, y como una cronista de
grandes sucesos me viera en el deber de destacar solo lo maravilloso,
probablemente tendría que reincidir y para todo el período 2004-2014 inscribir
nuevamente ese título, que nos habla de una cifra, de un año enigmático,
inalcanzable, fuera de toda historia. Sin embargo, en pleno siglo veintiuno, nada me obliga a
ser una máquina registradora de sucesos. Por el contrario, hoy parece más
atractivo entender lo que permanece invisible tras ellos.
2666
Adentrarse en los parquecitos
Mucho antes de que se publicara 2666 ya existía la idea,
expresada por uno de los personajes más entrañables de Bolaño, Auxilio
Lacouture, de hacer de esa cifra la imagen de un cementerio, «un cementerio
olvidado debajo de un párpado muerto o nonato». La narración resbala del
cementerio al ojo, un ojo que «por querer olvidar algo ya ha terminado por
olvidarlo todo», un ojo ambiguo, un ojo que no mira sino que es la inminencia y
también la huella de una mirada.
Auxilio presagia en Amuleto, con matices siniestros, no
solo una imagen del tiempo, cifrada en el pasado pero abierta a los temibles
loops de la historia, sino también lo que llegará a ser esa otra novela, 2666,
el gran testamento literario del autor, cuya ligazón con ese párpado del olvido
involuntario y el recuerdo imposible es fundamental. ¿Qué, si no las ruinas,
los escombros y los muertos del indeseado cementerio del tiempo –sean los de la
literatura o los de la utopía–, habita la narrativa bolañeana? Por cierto, la
imagen podría funcionar como crónica, también como vaticinio de las actuales
páginas de la literatura chilena, enfrascadas desde hace ya por lo menos tres
décadas en un trabajo memorioso, tanto testimonial como ficcional. El
cementerio de Bolaño emblematiza las pérdidas chilenas, en un ejercicio que
traspasa los lindes de su propia literatura, empapándolo todo, tanto la
escritura anterior como la posterior a él. ¿Qué ha sido nuestra narrativa en
estos años, si no este cruce siempre imperfecto y todavía necesario, intuido
por Auxilio durante su cruel encierro, de tiempos y espacios de la memoria?
Desde luego que nada de lo que he escrito hasta aquí le
hace verdadera justicia a la literatura chilena como la suma de
particularidades que es. Porque Bolaño, en realidad, parece una estrella
siempre distante, demasiado internacionalizada como para dejar que lo ilumine
todo, también para decir que con su estela solo abonó las letras locales. Con
otros propósitos, quizás a otras escalas, hay muchos que como el propio Bolaño
vienen pensando, como un destino casi, las relaciones entre la escritura y la
memoria, la escritura y el olvido. Tal vez no a través de la sublime imagen de
un cementerio, pero sí construyendo sus propios parques, diría incluso que sus
propios parquecitos, para quitar un poco de solemnidad a un trabajo que es
cotidiano, personal y colectivo a la vez. A esos parquecitos quiero referirme
ahora, intentando captar algunas particularidades de esta década narrativa en
que la memoria se impone, como diría Roberto Merino en En busca del loro
atrofiado, «como un función de la conciencia inseparable del ejercicio de la
observación: miramos y recordamos a la vez, e incluso recordamos que
recordamos».
El mismo 2004 en que se lanzaba la novela póstuma de
Bolaño, Jorge Edwards publicaba El inútil de la familia, cuya
forma de escritura autobiográfica, genealógica, ha persistido en entregas más
recientes, como Los círculos morados (2013); en 2004 se publicaban también las
crónicas de Adiós, mariquita linda, de Pedro
Lemebel, y La novela del otro,
de Cynthia Rimsky, libros que
exploran la memoria colectiva con voces resistentes, en su materialidad, a las
imposiciones del mercado. No hubo libros de Diamela Eltit ni de Germán Marín
ese año, pero qué importa: en los posteriores seguirían consolidando sus
imprescindibles ciclos narrativos, que venían desde mucho antes. En 2004 Alberto Fuguet tuvo la idea de escribir
un libro de cuentos, Cortos, pero tuvo mejores ideas después, cuando se puso a
atisbar en el linde de los géneros literarios, escudriñando las memorias de
otros en un arco que va desde Andrés Caicedo o Cristián Huneeus hasta la figura
de su tío perdido en Missing (2009);
Mauricio Electorat publicaba su
novela significativamente llamada La
burla del tiempo y Carlos Labbé
iniciaba sus indagaciones escriturales con Libro
de plumas.
Roberto Merino ya
había publicado en la prensa las crónicas de En busca del loro atrofiado, reunidas como libro en 2005 y luego
publicadas en Argentina, en 2012; y en buena hora, porque la calidad de Merino
merece tocar los bordes de otros países, de otros continentes, de otras dimensiones,
de otros lectores. Marcelo Mellado,
oculto en alguna provincia, preparaba por entonces, en ese año 2004 que
mientras escribo se me va haciendo cada vez más lejano, los cuentos de Ciudadanos de baja intensidad, que
publicaría en 2007, y Lina Meruane hacía
una pausa, que culminaría con la publicación de Fruta podrida, también en 2007. Francisco Mouat estaba listo con sus Chilenos de raza (2005). Alejandro
Zambra era por entonces un poeta que estaba por renunciar a ser un crítico
y no había modelado aún su envidiado Bonsái
(2006). Los demás escritores a los que llamaré aquí, como a él –ya lo
explico–, «los culpables», Rafael
Gumucio, Nona Fernández, Alejandra Costamagna, Álvaro Bisama, permanecían extrañamente
silenciosos ese año, preparando, quizás, los textos que en los años siguientes
los consolidarían en el horizonte literario chileno. Me refiero,
respectivamente, a Mi abuela, Marta Rivas González (2013); Fuenzalida (2012); Animales domésticos (2011), y Caja
negra (2006) y Estrellas muertas
(2010). Más jóvenes que ellos, en 2004 Claudia Apablaza, Jorge Baradit, Pablo
Toro, Matías Celedón, Felipe Becerra, Juan Pablo Roncone y Diego Zúñiga no
comenzaban aún a publicar. Y la saga de textos inéditos del propio Bolaño en
Anagrama no se veía en el horizonte.
Cómo ha cambiado todo desde aquel 2004. Y desde 2666.
La culpa se debe a haber vivido la época infantil —por lo
general idealizada como la edad de la inocencia— bajo la violencia y crueldad
de la dictadura pinochetista y haberse mantenido, como niños que eran, ajenos a
los giros políticos.
Ordenar el presente
Escribe Beatriz Sarlo en Ficciones argentinas, libro que
recoge su producción crítica reciente, que el «Jetztzeit no es un museo ni una
biblioteca», intentando explicar su vínculo con la literatura que comenta en
sus reseñas y reforzar la idea de que las clasificaciones, tan al uso en las
miradas panorámicas, «imponen un orden al que el presente se resiste». Hablar
de los últimos diez años de nuestra literatura es, en cierto modo, querer calar
en eso: un presente en que los actores más diversos, no solo los escritores,
sino también los editores, los periodistas, los críticos, los libreros y los
lectores, interactúan para dar no una sino varias formas –según lo que se desee
ver– al campo narrativo. Por supuesto, es posible asumir el riesgo y salir
airoso: así lo han hecho algunos críticos como Ignacio Álvarez, Rubí Carreño o
Macarena Areco, que vislumbran, desde la investigación académica, rasgos o
núcleos de sentido en la producción narrativa vigente. En otro plano, el de la
crítica mediática, también hace una propuesta Patricia Espinosa.
El ordenamiento del presente lo pienso, por mi parte, más
bien en relación con ciertos procesos antes que con la clasificación de autores
y obras. Lejos de la imagen monumental de la memoria obstruida que nos propone
Bolaño, la que a ratos nos ha impedido ver los respetables parquecitos de la
memoria de los que siguen vivos y produciendo, hay otros hechos importantes en
el marco del campo narrativo, hechos que complementan la idea de que hoy
podemos internarnos en la geografía que nos proponen esos parquecitos de la
memoria nacional, la memoria en dictadura, la memoria colectiva y popular. Esas
memorias, desde sus localidades, a su vez, «fabrican presente», como diría –dice–
Josefina Ludmer cuando habla de «literaturas postautónomas».
El cuento, retocado
Uno de los procesos más interesantes de la última década
es el que han desatado con su presencia las editoriales autogestionadas. La
aparición de la Furia del Libro en 2009 y otras iniciativas, como el Primer
Encuentro de Editoriales Independientes realizado en Valparaíso en 2012,
revelan la fuerza que han ido cobrando estos proyectos, que dan al libro un
valor distinto del que pueden imprimirle las trasnacionales. Sus impulsores,
muchos de ellos escritores, buscan publicar textos de innegable calidad, que seguramente
no podrían «entrar» en las lógicas mayores de los rankings. El género del
cuento se ha beneficiado de esta efervescencia; tradicionalmente evitado por
las grandes editoriales, que apuestan por la novela o bien por unas pocas
colecciones de relatos de autores consagrados, el cuento ha encontrado un
espacio importante en este nuevo ámbito, desde el ejercicio que hacen algunos
cultores de larga trayectoria, como Luis López-Aliaga –maestro de varios
narradores noveles– hasta autores algo más recientes, disruptivos, como Marcelo
Mellado. Ha sumado también a jóvenes con talento: Juan Pablo Roncone, con una mirada interesante de las utopías y las
ruinas afectivas, en Hermano ciervo
(2011); Maori Pérez, con un libro
que llamaría la atención de los críticos, Mutación
y registro (2007); Pablo Toro,
con sus Hombres maravillosos y
vulnerables, algunos de cuyos relatos son memorables. Entre los muy
jóvenes, se puede mencionar la reciente aparición de Romina Reyes, autora de Reinos.
Los cuatro han publicado gracias a editoriales autogestionadas. Cuestionan los
formatos tradicionales del relato corto y acuden a modelos encontrados en la
narrativa de Bolaño, en el realismo norteamericano y en otros géneros inscritos
en la cultura popular (el guión televisivo y los videojuegos, por ejemplo).
En cuanto a los narradores consolidados, varios de ellos
pasan por un excelente momento de producción y recepción crítica, como
Alejandra Costamagna, bastante sabia en el género; Alejandro Zambra, con su primer libro de cuentos Mis documentos (2013) y Álvaro Bisama, con su colección de
relatos Los muertos (2014). Los dos
últimos tensionan las posibilidades del cuento con pasajes metanarrativos y
autoficcionales, entre otros procedimientos que le dan nuevo espesor al
formato. Probablemente desde mediados del siglo XX, cuando las antologías de
unos y otros eran la espuma de la celebración crítica en Chile, el cuento no
había tenido la importancia que vuelve a tener hoy.
Los culpables
Por otro lado, en los últimos cinco años tanto las
grandes editoriales como las autogestionadas o independientes han apostado por
la publicación de novelas y relatos autobiográficos que abordan la memoria de
quienes fueron niños en dictadura.
Invitaré aquí, nuevamente, al fantasma bolañeano:
«Últimos atardeceres en la tierra», cuento de título apocalíptico publicado en
Putas asesinas (2001) y uno de los mejores relatos del autor, presenta un
modelo de relación filial colmado de silencios, de cosas que no se dijeron ni
se pronunciarán jamás, rasgo que caracteriza a este tipo de literatura, que
busca mostrar, a través de la perspectiva infantil o juvenil de los hijos, el
mundo que en realidad fue suyo solo parcialmente, desde una cognición que no
logra abarcar todas las aristas sociales y políticas de un tiempo histórico, un
tiempo vivido en realidad por los padres o abuelos. En el caso de Bolaño, la
reflexión sobre los padres se extiende a la tradición literaria: en ese cuento
en particular, el protagonista también escudriña los rostros de los escritores
surrealistas impresos en la Antología de la poesía surrealista francesa,
compilada y traducida al español por Aldo Pellegrini.
Varios de los autores vigentes hoy en nuestra narrativa
han reflexionado de manera similar sobre sus orígenes sociales y literarios, y
también sobre los secretos familiares y nacionales. Adelantados en el tema
fueron Alejandra Costamagna, quien
en 1996 publicaba la que podríamos llamar la primera novela «de los hijos» en
Chile, En voz baja. Rafael Gumucio, en 2000, incursionaba a
sus insolentes treinta años en un género habitualmente confinado a la madurez,
la autobiografía, plasmando sus recuerdos del exilio y de su retorno al país en
Memorias prematuras. Pero ha sido
realmente en la última década que se ha liberado la voz de los hijos,
particularmente con publicaciones como El
pequinés (2006) y Pena izquierda
(2014), de Guillermo Valenzuela; Trama y urdimbre (2007), de Matías Celedón; Camanchaca, de Diego Zúñiga
(2009); Formas de volver a casa
(2011) y Mis documentos (2013), de Alejandro Zambra (quien incorpora,
además, la reflexión sobre los antecedentes literarios, incluyendo cameos de
otros autores de relatos filiales y reflexiones que trazan interesantes
genealogías textuales, como las que dialogan con Georges Perec, Natalia Ginzburg,
Gustave Flaubert y otros autores europeos); Fuenzalida (2012) y Space
Invaders (2013), de Nona Fernández;
Había una vez un pájaro (2013), de Alejandra Costamagna; El sur (2012), de Daniel Villalobos; Mi
abuela, Marta Rivas González
(2013), de Rafael Gumucio; La edad del perro (2014), de Leonardo Sanhueza, y los relatos
compilados por Óscar Contardo en Volver a los 17. Menciono aquí,
también, la última edición de Hasta ya
no ir (1996 y 2013), de Beatriz
García-Huidobro, con varios relatos que abordan la mirada de los niños bajo
dictadura.
Muchos de estos textos, escritos en su mayoría por
autores que hoy rondan los cuarenta años, están signados por la culpa, una
marca ineludible de su relación con el tiempo histórico y familiar. Esta culpa
se debe a haber vivido la época infantil –por lo general idealizada como la
edad de la inocencia– bajo la violencia y crueldad de la dictadura pinochetista
y haberse mantenido, como niños que eran, ajenos a los giros políticos.
Nucleando varias de sus posibles modulaciones, Alejandro Zambra decanta esta
sensibilidad en una frase: «Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a
escondernos, a desaparecer» (Formas de volver a casa).
Los hijos, sin embargo, no han monopolizado la memoria de
la dictadura, y principalmente desde las editoriales autogestionadas surgen
otras memorias, como las de provincia, inscritas por ejemplo en Canciones punk para señoritas
autodestructivas (2011), de Daniel
Hidalgo, quien consigue momentos muy altos en su observación de la miseria
en los cerros de Valparaíso, y Piel de
gallina (2013), de Claudio Maldonado, que narra la estrafalaria y también
trágica peripecia de un profesor de Estado del sur de Chile. Como Maldonado,
otros autores construyen relatos mínimos en que la política se reorganiza precariamente,
desde las ruinas, con irónica tristeza. Así ocurre en Jueves y Operación Betulio (2008,
2013), de Luis Valenzuela, o en los
cuentos de Cielo negro (2011), de Simón Soto. En estos relatos los
personajes preparan sus últimas, descabelladas batallas contra el mundo
corrupto de la política o la indiferencia del mercado. De algún modo se
vinculan con la narrativa social de mediados de siglo, la que hoy comienza a
tener una nueva vida, en gran medida gracias a las editoriales autogestionadas.
Me refiero, por ejemplo, a la Obra completa (2013) de José Santos González
Vera, o a la trilogía de Carlos Sepúlveda Leyton, Hijuna, La fábrica y
Camarada, publicadas en un solo volumen, la Trilogía normalista (2013). Estas
obras de ideario anarquista resuenan en los nuevos narradores que buscan,
tirando de esos hilos de la memoria cultural, reabrir un espacio de crítica al
modelo económico y social vigente.
El auge autobiográfico
Otras formas de hacer recuerdo se vinculan con el empleo
de la primera persona en novelas que emulan el registro autobiográfico, o que
son novelas autobiográficas o autoficciones, género este último bastante en
boga. A partir de estos textos, varios de ellos ya mencionados, se podría
hablar de un boom de la memoria íntima o personal, que dialoga a su vez con el
reforzamiento de la egósfera posmoderna en Chile.
Un rasgo particular de este boom es la aparición de un
género muy escaso en Chile pero que comienza a tener visibilidad en los últimos
tres años: la biografía, tan cara a los lectores angloparlantes y tan poco
practicada, al menos literariamente, aquí en nuestro país. Un precedente
interesante fue la publicación de Los malditos (2011), una compilación de
perfiles de escritores latinoamericanos singulares editada por Leila Guerriero
para la colección Vidas Ajenas de Ediciones UDP. Otras buenas biografías en la
misma colección son la citada Mi abuela, Marta Rivas González, de Gumucio, o
Luis Oyarzún. Un paseo con los dioses, de Óscar Contardo (2014). También es de
este año el libro Fuera de campo, de Manuel Vicuña, en el que el historiador
aborda las vidas de siete escritores chilenos, siete «excéntricos», a los que
da una nueva vida literaria. Así, es posible augurar nuevas búsquedas, que
compensen lo poco que se ha hecho y aprovechen lo mucho que hay por hacer.
Sujetos y escrituras migrantes
Ahora bien, lo que llamo «auge de lo autobiográfico»
debiera quizás llevar otro nombre, ya que dice relación con los procesos de
hibridación de la narrativa. Esta combina aspectos reales y ficcionales, en una
indiferenciación a la que hoy se enfrentan –como lo llama Florencia Garramuño
en su estudio sobre las literaturas argentina y brasileña desde los setenta en
adelante– «los restos de lo real». Este doble juego se hace palpable también en
otras esquinas narrativas, en otros parquecitos. Autores como Jorge Baradit,
Mike Wilson y otros cultivan las formas de la ciencia ficción, el fanzine, el
ciberpunk; todas esas estéticas bastardas que alimentaron, también, la
literatura bolañeana. Cine clase B, cómics y otros formatos que polemizan con
el realismo, buscando hallar nuevas fórmulas para la memoria. Synco (2008), por ejemplo, se sirve de
las utopías tecnológicas de los sesenta para construir una fábula histórica
sobre el desarrollo y desenlace de la UP en Chile, así como Caja negra es el
depósito, según su propio autor, de «cosas que en el fondo son saldos de
nuestra cultura pop», cosas que, por cierto, no dejan de hablar de la dictadura
chilena.
Estos autores han construido en muy pocos años la literatura
weird chilena, cuyo estudio se ve cada vez más fortalecido en la academia. En
las escuelas de literatura los formatos que realzan el pop, la intermedialidad,
la cita, el pastiche, cada vez se abordan más como formas igualmente válidas
para construir una memoria colectiva. También aportan a este renovado panorama
otras narrativas que transitan entre géneros, como ocurre con el interesante
collage barrial en Alameda tras las
rejas (2010), de Rodrigo Olavarría,
o el pastiche practicado por Pablo
Torche en Acqua alta (2009).
Caen de verdad las divisiones entre lo popular televisivo
y lo académico erudito, como lo prueba la hibridez del trabajo de varios de
nuestros mejores narradores actuales, escritores y guionistas teatrales y de
series de televisión.
Por otra parte, y también como un modo de experimentar
con una realidad residual, se produce la paulatina incorporación de la
visualidad en los proyectos de algunos narradores. A diferencia de lo que
ocurre en la literatura mexicana o argentina, en Chile se ha reservado
históricamente el registro visual a la poesía. Pero además del ya famoso chiste
de los mexicanos y los poemas vanguardistas incluidos en Los detectives
salvajes, en la última década se puede constatar una nada despreciable
inquietud de nuestra narrativa por el empleo de la imagen fotográfica, entre
otros recursos. Quiero destacar, en este sentido, el trabajo de Cynthia Rimsky en Poste restante (2001, 2010 y 2012) y Ramal (2011), con un fuerte acento en la reflexión sobre la
memoria, las genealogías, las ruinas sociales y personales; también el de
autores como Sergio Missana en Lugares de paso (2012) y Matías Celedón, quien utiliza timbres
fiscales para dar forma al premiado La
filial (2012). Los nuevos registros narrativos incorporan los archivos no
como fuentes, sino como materialidades que se inscriben por sí mismas en las
figuraciones artísticas del pasado.
Un hecho que atañe tanto a los escritores como a las
escrituras es, por último, la creciente migración de autores, producto de los
procesos globalizadores. Este movimiento es sin duda propicio para la
construcción de nuevos sujetos y voces, que observan el país y sus procesos
desde cierta distancia y lo hablan ya no desde el exilio nostálgico sino desde
la incertidumbre de un desarraigo elegido, desde la trashumancia, como ocurre
por ejemplo en la novela breve Leyendo a Vila-Matas (2011), de Gonzalo Maier,
autor afincado en Holanda.
Nucleados en torno del programa de Escritura Creativa en
Español de la NYU, o simplemente cercanos a proyectos editoriales comandados
desde Estados Unidos o España, algunos narradores chilenos se encuentran con
sus pares latinoamericanos configurando, quizás (habría que analizarlo), una
koiné latina, una nueva, identificable lengua literaria. Desde esta experiencia
surgen textos como Sangre en el ojo
(2012), de Lina Meruane, radicada en
Nueva York e impulsora del proyecto Brutas Editoras, abocado particularmente a
las narrativas migrantes.
Salud de la narrativa
Lejos de los juicios catastróficos que periódicamente se estilan
entre los críticos de nuestra narrativa, percibo en el corpus del último
decenio una vitalidad singular, ajena al decaimiento y sobre todo a la
monotonía que caracterizó las dos décadas precedentes. Hay una gran cantidad de
nuevos proyectos, como también es interesante la incursión en nuevos géneros o
subgéneros, y el funambulismo entre ellos, funambulismo de la pretendida
«postautonomía». Caen de verdad las divisiones entre lo popular televisivo y lo
académico erudito, como lo prueba la hibridez del trabajo de varios de nuestros
mejores narradores actuales, escritores y guionistas teatrales y de series de
televisión (un ejemplo muy interesante de esta combinación lo ofrece Nona
Fernández, quien desarrolló en paralelo los proyectos de la novela Fuenzalida y
parte de los guiones de Los archivos del cardenal). Ese derrumbe de las
divisiones podría parecer catastrófico si se mira desde una perspectiva
pesimista de la cultura, pero ofrece vueltas de tuerca interesantes, en la
medida en que el compromiso con el pasado se abre paso en grupos cada vez más
amplios de lectores y espectadores, como se puede constatar en el cada vez más
potente mundo de las redes sociales. Las discusiones en esa esfera suelen ser
caóticas, y no habría razones suficientes para sumarse a alguna inexplicable
forma de optimismo, habida cuenta del giro simbólico vivido en Chile a causa de
la implantación de una economía neoliberal que ha modificado profundamente
nuestros modos de convivencia y comprensión. Aun así, más allá de los giros
edulcorados y nostálgicos hacia el pasado, orientados en su mayoría por el
mercado, como plantea Luis Cárcamo-Huechante de cara a narrativas como las de
Hernán Rivera Letelier, Marcela Serrano, Gonzalo Contreras y otros, hay espacio
suficiente para las preguntas dolorosas y las respuestas sinceras de quienes
hoy alzan sus propios parquecitos de la memoria, sin renunciar a la crítica
política y social. Muy importantes en este horizonte son tres grandes
narradores que hoy siguen produciendo textos de incuestionable calidad: Diamela Eltit, quien sorprendió con su Puño y letra (2005), que aborda el
asesinato del general Carlos Prats en los lindes del testimonio y otros
géneros, además de publicar tres importantes novelas en el período entre 2005 y
2014, en las que sostiene su exploración de las relaciones de poder y la
conformación de las subjetividades en nuestra sociedad; Germán Marín, que puso fin a su trilogía Historia de una absolución
familiar con La ola muerta (2005) y
que ha seguido escribiendo cuentos, novelas, textos autobiográficos; el
imprescindible Pedro Lemebel,
cronista creador de un lenguaje propio y envolvente que persiste en Serenata cafiola (2008), Háblame de amores (2012) y Poco hombre (2013). Solo con esto
bastaría para afirmar que en 2014 nuestro campo cultural no se ha convertido en
un cementerio y que, a pesar de la injusta repartija del Premio Nacional de
Literatura (2010 para Isabel Allende y 2014 para Antonio Skármeta, dos
escritores mediáticos que desde hace ya tiempo poco tienen que ofrecer a la
literatura, o a la memoria), existe en él la posibilidad múltiple, proteica,
del recuerdo y la orientación crítica al futuro.
Revista Dossier de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP.
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